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El viaje de un Straddler

septiembre 10, 2013 2:58 PM por JoAnn Gerber

Se podría decir que mi travesía como latina de Estados Unidos es desde la perspectiva de alguien entre dos parte aguas. Al menos, eso es cómo lo habría descrito yo misma en una época –como alguien que tenía un pie en Estados Unidos y un dedo del pie en México. Durante años no estuve muy convencida de pertenecer a alguno de los lados.  

Fue mi madre quien me brindó la conexión. Ella nació en una tienda de campaña el 16 de septiembre de 1929, el sexto hijo de mi abuela, una trabajadora del campo mexicana migrante y la única de su familia inmediata que nació al norte de la frontera. El nacimiento tuvo lugar en algún lugar cerca de un viñedo de California donde la familia había sido contratada para cosechar uvas.  

Era el Día de la Independencia de México, y la mayoría de los miembros de la familia se habían ido a la ciudad a celebrar. De alguna manera mi abuela había logrado ocultar su embarazo, así es que se quedaron muy sorprendidos cuando volvieron al campamento y se encontraron a un bebé que llora. En el 5º grado mi madre dejó la escuela para poder irse a ayudar a la familia en los campos de cultivo y a la edad de quince años aceptó un trabajo como camarera en un restaurante chino de Fresno. Con su sueldo fue capaz de ayudar a la familia a comprar una pequeña casa en las afueras de la ciudad para que su madre y hermanas pudieran dejar atrás la vida de migrantes.  

Mi padre, nieto de inmigrantes noruegos, conoció a mi madre mientras cenaba en el restaurante chino. Se la presentaron como “Papsi”, un apodo que los dueños le habían puesto por la forma en que pronuncia Pepsi con su fuerte acento mexicano. Cinco años más tarde se casaron. 

Cuando mis padres se mudaron a un suburbio de Los Ángeles, lejos de la familia de mi madre, mamá tomó conciencia de su acento y trabajó muy duro para perderlo a expensas de trasmitirnos el idioma a mí y a mis dos hermanas. Más tarde, cuando se dio cuenta de esto, intentó enseñarnos en casa, repitiendo pacientemente el suave balanceo de sonidos para que no oyéramos como gringas. Por esa misma época, ella estaba escribiendo un libro de memorias sobre los años de la vida de los migrantes del campo y se inscribió en clases de educación para adultos para obtener su GED. La educación, ya sea en la forma de educación formal o de narración de historias, era algo importante para ella y para mi padre.  

Para fines prácticos resultó ser demasiado tarde para enseñarnos el idioma español a nosotros, pero no fue demasiado tarde para inculcar en mí el amor y aprecio por la familia, las penurias que aguantaron y los sacrificios que hicieron para que la vida fuera mejor para cada generación sucesiva. Yo también tuve que abandonar la escuela por razones económicas, no obstante, la educación familiar que había recibido la tenía tan profundamente arraigada, que años más tarde, poco después de que mi hija se hubo casado, me matriculé en el Wellesley College para completar mis estudios. Allí pude reconectarme con la lengua y la cultura española, y pude ayudar a mi madre a darles los últimos toques a sus memorias.  

La inmersión en español que experimenté en Wellesley tuvo un efecto bautismal sobre mí. Me trajo recuerdos latentes y evocó la euforia de alguien que alguna vez había perdido una valiosa posesión, pero que estuvo a punto de recuperarla. Con frecuencia me brotaron momentos de revelación y conectividad que llegaron de manera inesperada. Por ejemplo, hubo una época en que estaba en Córdoba, España realizando mi semestre de estudios en el extranjero. Fui allá con la esperanza de que se me soltara la lengua por completo y de que se me liberara el español que yo sabía que traía adentro. Lo que no esperaba era ese encuentro con mi abuela mexicana. 

El autobús que me transportaba junto con los estudiantes más jóvenes de la universidad de Madrid a Córdoba se llenó de risas y animadas charlas, pero conforme el autobús iba entrando en los límites de la ciudad por ahí de las 8 esa noche, y a medida que íbamos pasando frente a un edificio oscuro tras otro, el ensueño se convirtió en decepción. La mayoría de las tiendas estaban cerradas; las ventanas selladas con puertas de aluminio cubierto de graffiti. ¿Dónde estaba el bullicio y la emoción de Madrid? Mientras el autobús fue desacelerando, tuvimos el primer vistazo de las familias de acogida que nos esperaban, y repentinamente se produjo el silencio.  

Yo traté de sonar alegre para consolar a los demás. “No se preocupen”, lo dije en una de mis últimas oportunidades que tuve de hablar en inglés, “¡ellos los van a querer!”. Y lo decía en serio, también, pero yo estaba igual de nerviosa que ellos. Tal vez más. ¿Qué pensarían los españoles de mí, una mujer de mi edad, viajando en calidad de estudiante? Me tomé mi tiempo, lentamente reuní mis cosas para también poder reunir mis pensamientos y posponer el inevitable primer encuentro tan solo un poco más. Yo quería regresarme de vuelta a casa con mi marido, pero no había marcha atrás. A medida que iba enrollando los cables de mis audífonos e iba metiendo el paquete en mi maletín, me encontré que pensaba en mi abuela que se había mudado a Texas desde México con cinco hijos a cuestas. Sin duda debía de haber sentido miedo –y nostálgica, también. Antes, cuando mi madre me contaba la historia de los primeros días de la abuela en suelo estadounidense, yo solo podía imaginar lo que sintió. De repente, inesperadamente, lo sabía. Ella, tampoco, no podía dar marcha atrás.  

Al final, mi nivel de confort aumentó y el semestre que pasé en España resultó ser el punto culminante de mis estudios de idiomas. Ahora que pienso en esa experiencia, me doy cuenta de que el término “en el parte aguas” ya no se aplica para mí. He encontrado mi estabilidad.  

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